26-09-2014
(Tomado de www.Rebelion.org)
Las
últimas decisiones del BCE a primeros de septiembre han dado lugar a
muchos comentarios sobre su significado y su impacto para remediar la
crisis económica europea, o, con más precisión, el estancamiento que
sufre la zona euro. Tengo la impresión de que los análisis de la
política del BCE están desorientados y que hay pocas razones para la
esperanza: las expectativas de mejora que han suscitado las medidas del
BCE son falsas pues se tiene que seguir imponiendo la austeridad y,
quizás peor aún, conducen a un desastre mayor en el futuro porque
engrosarán la montaña de deuda que sepulta las economías reales.
Un nuevo escalón de una política fracasada
Dos son los cambios introducidos por Draghi en su última comparecencia.
Por un lado, la disposición a comprar activos a la banca privada para
inyectar liquidez por una cantidad que se dice puede alcanzar el billón
de euros; por otro, la irrelevante, aunque llamativa, bajada del tipo de
interés al que presta dinero el BCE, del 0,15 al 0,05%. Desde hace
tiempo, el BCE, sorteando su ortodoxia, viene proporcionando mucha
liquidez al sistema financiero a tipos de interés extremadamente bajos,
como por otra parte ha hecho la Reserva Federal norteamericana y el
Banco de Japón.
No obstante, hay algo de novedoso en la
política anunciada por el BCE que rompe las prácticas que aplicaba hasta
ahora y que debe interpretarse como un signo de la preocupación y
desesperación de los dirigentes europeos. Hasta ahora el BCE, no
pudiendo adquirir deuda pública de los Estados, inyectaba liquidez a
través del sistema crediticio admitiendo deuda pública soberana como
cobertura de los préstamos concedidos, una forma denunciada con
reiteración debido a los beneficios que otorga a la banca por la
diferencia entre los tipos a los que presta el BCE y a los emiten deuda
pública los Estados.
A partir de ahora el BCE comprará
directamente activos privados de la banca, con la intención de que las
instituciones crediticias se animen y concedan créditos al sector
privado productivo -con el mismo fin, el BCE ha elevado del 0,10 al
0,20% el tipo de interés negativo a los que remunera los depósitos de
los bancos, encareciendo, por tanto, la liquidez ociosa). Todas las
cuestiones sobre las repercusiones de esta nueva política del BCE se
reducen a especular sobre cómo reaccionará el sistema bancario de cada
país a estas nuevas facilidades. No se han aclarado ni el monto, ni los
ritmos, ni cuál será la distribución de esa liquidez que llevará a cabo
el BCE entre los distintos países, un tema este último no desdeñable que
creará tensiones y disputas entre los gobiernos y que remite a una de
las fallas de la conformación de la zona euro: un único banco emisor ha
de proveer de liquidez a 17 economías distintas que sobrellevan
problemas muy diferentes (es la misma dificultad latente que impide
prosperar las propuesta de permitir el acceso directo de los Estados al
BCE o de realizar emisiones de los llamados Bonos europeos).
El
descenso del tipo de interés a ese simbólico 0,05% no puede tener
ningún efecto significativo sobre la economía real. La crisis tiene
raíces profundas y la situación es demasiado compleja como para que este
gesto de Draghi cambie un panorama desolador, plagado de grandes
incertidumbres, incluidas las políticas.
Estas nuevas medidas
del BCE para suministrar abundante liquidez a tipos de interés
irrisorios y la última bajada ponen de manifiesto el fracaso de la
política monetaria del BCE, que, con matices, viene aplicando desde
2009. Además, revela lo mal que deben ver la situación los analistas del
BCE y su falta de confianza en que la zona euro salga de la
paralización. Pretende infundir optimismo reduciendo todavía más los
tipos de interés, pero hay una conclusión clara: las economías no
reaccionan a las indicaciones y políticas del BCE.
La trampa de la liquidez
De esta constatación debiera inferirse algo que ya estudió la teoría
económica y que fue un elemento crucial en la revolución keynesiana en
los años 30. Es lo que se denomina la “trampa de la liquidez”. En una
situación económica determinada, descensos adicionales del tipo de
interés no tienen ningún impacto en la economía real ni incrementan la
inversión, que supuestamente está determinada por los tipos de interés,
porque, a partir de cierto nivel de tipos de interés, la demanda de
dinero es, en lenguaje económico, infinitamente elástica, es decir, los
agentes económicos prefieren mantener liquidez a emprender inversiones
reales o financieras.
¿En estos momentos, cómo está funcionando
esta trampa en la economía española ? El BCE ofrece liquidez sobrada a
la banca, pero ésta, en lugar de a dar créditos a los clientes, prefiere
mantenerla por diversos motivas: su altísimo endeudamiento, con muchos
compromisos de pago pendientes que conviene tener cubiertos, por la
debilidad de sus balances, con grandes necesidades de capital y por las
muy altas tasas de activos fallidos. Tampoco encuentra mucha demanda
porque, en las actuales condiciones de depresión económica y gran
incertidumbre, los inversores no abundan. En fin, demandantes de crédito
desesperados existen muchos, pero, ahora y ante todo, la banca tiene
que garantizar la solvencia de sus créditos y no está por la tarea de
asumir más riesgos, menos aún si dispone del fácil circuito de adquirir
deuda pública, cuyo volumen sigue aumentando por la persistencia del
déficit público.
Esta ineficacia de la política monetaria no
elimina el peligroso fenómeno de que se sigue alimentando el
endeudamiento, lo que predice tiempos revueltos en el futuro. La sed no
se aplaca con agua salada y más liquidez y más deuda, como ahora
practica el BCE, pueden producir algún alivio en un momento dado pero al
precio de hipotecar el futuro.
Cabria decir que la política
monetaria, hasta ahora una de las palancas esenciales de la política
económica, ha quedado invalidada, y, como Keynes propuso en los años 30,
ha de recurrirse a la política fiscal si se quiere impulsar la demanda y
reactivar la economía. El neoliberalismo arrumbó al keynesianismo a
partir de los años 80 e impregnó hasta sus últimas consecuencias la
construcción europea bajo el tratado de Maastricht. Ahora Keynes se toma
la venganza y nos recuerda que para salir del desastre provocado por el
neoliberalismo se requiere volver a estudiar su Teoría general. La
historia se repite, ahora con mayor dramatismo. La economía neoclásica
-fuera el Estado de la economía, todo lo resuelven los mercados- estuvo
en el origen de la gran depresión de 1929 y fue incapaz de resolver los
problemas económicos y sociales generados, con el paro como inmenso
drama. Ahora, destruida la capacidad de intervención de los Estados en
la economía, la supremacía del neoliberalismo ha vuelto a gestar una
crisis histórica que no encuentra solución en sus fundamentos y recetas.
Keynes debería salvarnos otra vez. Es necesario recurrir a la
política fiscal para recuperar la actividad productiva mediante el
impulso de la demanda pública y de agrandar transitoriamente los déficit
fiscales, gastando el Estado más recursos que los que detrae, hasta que
de nuevo se ponga en marcha la maquinaria productiva. En el fondo, toda
la izquierda parece compartir más o menos explícitamente esta
alternativa, cuando reclama al gobierno otra política, sin austeridad y
sin más ajustes, con mayores compromisos de gasto sobre todo de carácter
social y más inversiones públicas. Esquemáticamente pero sin confusión,
de podría decir que todos somos keynesianos. Queremos hacer una
política activa contra la crisis, dejar de recortar y degradar el estado
del bienestar y, sobre todo, combatir la abrumadora situación del paro.
No basta querer otra política, es necesario poder practicarla
Ahora bien, para implantar una política keynesiana es necesario un
contexto propicio y disponer de unos instrumentos que lo permitan. Aquí
surge un problema esencial sobre el que la izquierda sigue confundida y
sin aclararse Cuando Keynes propuso el estímulo fiscal de la demanda,
las economías se correspondían con Estados con fronteras económicas y
con múltiples resortes para ejecutarlo, de modo que el incremento de la
demanda generaba aumento de la actividad productiva interna y no se
desviaba a los mercados exteriores, efecto ahora incontrolable dada la
existencia del mercado único y la globalización en todos los sentidos.
Pero más importante que esto, cuando Keynes propuso el manejo de la
política fiscal como medio para combatir la crisis y crear empleo, los
Estados disponían de soberanía monetaria y fiscal, y de una completa
autonomía para generar y financiar los déficit públicos, ya que no hay
deuda más inocua y menos comprometida que la que tiene un Estado con su
propio banco central.
Ahora nada de esto es posible por la
pertenencia a la unión monetaria: ninguno de sus Estados dispone de
política monetaria ni de política fiscal propios. Y peor aún, el alto
endeudamiento público y los compromisos vigentes sobre la estabilidad
presupuestaria estrangulan a la economía e impiden remontar la sima en
que está hundido el país. Las fuerzas de la izquierda, bastante
coincidentes en sus análisis y propuesta, no pueden pasar por alto que
nos encontramos maniatados. Sin recuperar la soberanía económica es
imposible resolver la crisis económica y social. Las esperanzas
justificadas que existen sobre cambios profundos obligan a la izquierda
en general, y a IU, al PCE y Podemos por su preeminencia, a encontrar
soluciones a los graves problemas de los ciudadanos. Defraudarlos
constituiría un drama histórico.